La pintura de los siglos XX y XXI presenta varias peculiaridades que la distinguen del resto de los movimientos anteriores. El hecho de que sea la pintura de nuestro entorno, nos hace perder perspectiva, lo que influye en una falta de precisión en la valoración y en la crítica, e incluso, en la descripción y en la comparación de las obras de ese periodo. No es fácil mantenerse aislado de las circunstancias particulares que concurran en cada momento, y que pueden influir en los criterios que apliquemos.

A esta situación de visión limitada contribuye también otra característica del panorama pictórico de este periodo: la enorme abundancia de “ismos” que se generan y la rapidísima evolución de los mismos.

A la cabeza de cada uno de los estilos suele sobresalir destacado un líder, que marca las líneas a seguir con alguna obra maestra singular que queda señalada para la posteridad.

Fueron las grandes figuras del final del impresionismo y del post-impresionismo las que en el siglo XIX pusieron los cimientos del arte contemporáneo del siglo XX.

La primera evolución de la extensión arte impresionista con sus vivos colores fue lo que los críticos llamaron Fovismo. La obra más famosa ese movimiento, La Danza, fue fruto de la fascinación de su líder, Henri Matisse, por el arte primitivo.

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